A comienzos del siglo IV la implantación del cristianismo era ya tan grande en el Imperio que muchos funcionarios y magistrados lo profesaban públicamente.
En Occidente y en Oriente se construían grandes iglesias. Y el emperador Diocleciano se mostraba benévolo con los fieles. Pero de pronto por influjo de Maximiano Galerio, uno de sus césares –hijo de una sacerdotisa pagana-, el viento de la persecución arreció de nuevo.
En el año 303 un nuevo edicto ordena que sean arrasadas las iglesias, que se quemen las Sagradas Escrituras, que cuantos cristianos haya constituidos en dignidad pierdan sus honores, que el pueblo cristiano, si persiste en su fe, sea encarcelado (Eusebio, Hist. Eccl. III, 2 ).
Este edicto se aplicó muy eficazmente en todo el Imperio. Nuevos edictos imponen la tortura para aquellos cristianos que no abdiquen de su fe y vuelvan a la fe romana. Los mártires, se contaron por millares.
En el 303, en Nicomedia, se decapita o se quema a una «compacta muchedumbre». A «otra muchedumbre» se le arroja al mar.
Es en este contexto que San Expedito es sacrificado
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